6 de octubre de 2023
¿Ha leído usted alguna vez una novela de serie negra en la que un policía, por motivos personales, decide encargarse de un caso que no le corresponde, e incluso llega a tomarse la justicia por su propia mano? ¿Una en la que el poli protagonista no tiene inconveniente en disparar a matar, en estrangular, en dar palizas..?
¿Sí?
¿En serio?
Pues esta es una de esas novelas. Pero no se parece a la que usted ha leído.
Nuestro poli, el sargento Alex Volchack de la Policía de Phoenix (Arizona), terminó como agente de la ley porque cualquier negocio que emprendiera le salía rana. Además, su esposa falleció y, en resumen, la vida de Volchack ha sido un fracaso tras otro. No es que él se haga mala sangre: su trabajo es entretenido y él... bueno, Alex sabe que es un tipo aburrido, aburridísimo, vulgar. Vive, junto con sus múltiples deudas procedentes de los negocios fallidos, en un parque de caravanas a las afueras de la ciudad. Sus únicos pasatiempos consisten en practicar el tiro de precisión y leer informes policiales y la prensa. Además, tiene una vecina de caravana, también viuda, que vive con su hija pequeña, de ocho años, emperrada en que su mamá y Alex se líen.
Un buen día, el sargento Volchack escucha un aviso por radio para acudir a un motel en una zona de mala muerte de la ciudad, y él es el agente más cercano. El recepcionista del motel le explica que algo sucede en una de las habitaciones. Y lo que Alex se encuentra allí adentro es a tres hombres de distintas edades, extracciones y color, todos ellos en estado comatoso. La habitación está alquilada por un chicano, que aparece cargado de bolsas de la compra y las suelta y echa a correr en cuanto se percata de la presencia de la ley.
Alex no es muy bueno corriendo, no, señor. Y en las bolsas de la compra hay un montón de frascos rotos de potitos para bebé. Muchos.
Y si esto no es lo bastante extraño, la cosa empezará a ponerse realmente escabrosa cuando Alex atrape al tipo que había huido y ese individuo, sencillamente, se deje morir en sus brazos, por las buenas, sin un mal golpe. Y por si fuera poco, uno de los comatosos deshauciados por los médicos se pone en pie y escapa del hospital. Y después aparece un niño torturado y muerto en un parque infantil.
Y entonces... entonces es cuando las cosas empiezan a torcerse de verdad en la vida de Alex Volchack para convertirse en una puta pesadilla.
El valle de las luces (título original, Valley of Lights, publicada en 1987) es un correctísimo thriller de terror sobrenatural, cuyas críticas en España no han sido demasiado favorables, pero que a mí me ha parecido mucho mejor de lo que esperaba. Volchack es el narrador, y resulta un tipo extremadamente simpático, quizá por su sinceridad y por ser un individuo que relata sus desgracias, pero no se queja en ningún momento. Ni una sola vez. Es magnífico tener a un poli en primera persona que no se dedica a llorar por los rincones y a emborracharse para olvidar sus penas. Como agente, lo podría emparentar con cualquiera de los Muchachos de la Comisaría 87 de McBain, y allí no habría desentonado. Probablemente, a Volchack le hubiera gustado el ambientillo de Isola.
Ahora bien, el caso que nos cuenta es más propio de Twilight Zone que de Hill Street Blues. De eso no hay duda.
Me gusta mucho el hibridaje entre el género policial y el terror (thriller de terror, como decía más arriba), que suele estar adscrito al subgénero de los asesinos en serie. Pero cuando se le añade el elemento sobrenatural al relato más o menos procedimental, tenemos una bomba de entretenimiento... si se hace bien. Y Stephen Gallagher, escritor de televisión y novelista, lo hace de forma excelente y muy efectiva. No recurre al gore en ningún momento, aunque tampoco oculta la violencia. Y la hay a mansalva en estas páginas, más de la que uno podría imaginar al comenzar a leerla.
En las reseñas anglosajonas que he cotejado, se menciona un hecho importante, y es que Gallagher es británico y, sin embargo, triunfa de forma espectacular al retratar una ciudad tan americana como es Phoenix y a sus habitantes, y no comete el más mínimo error en ese sentido. No recuerdo quién era el reseñista, pero mencionaba que Clive Barker lo había intentado, con resultados irregulares, y que James Herbert ni siquiera se lo había planteado.
Bien por Gallagher.
Nuestra novela, traducida con gran efectividad y sin altibajos ni errores por Mónica Martín en 1991 para Editorial Vidorama, tuvo segunda vida en castellano en la heredera de la anterior, Editorial Ágata, un sello de Librerías Sánchez, S. A. (que a todos nos sonará más como LIBSA). Las colecciones de Vidorama y Ágata son muy conocidas como viejas amigas de los cazadores de saldos y salteadores de mercadillos, y ambas compartían una horripilante estética en prácticamente todas las portadas (de agencia), que denotaban poca seriedad (o pésimo gusto, o un presupuesto ajustado) en el editor. Sin embargo, los textos que se publicaron estaban, en general, bien traducidos y no ahorraban demasiado en páginas, esto es, en el tamaño de la tipografía. Por estas colecciones, la mayoría sin título ni numeración, desfilaron autores como Ramsey Campbell, Richard Laymon, Richard Matheson, Whitley Strieber o John Farris, y este Valle de las luces bien podría haber sido un título más de la mítica Gran Súper Terror, pues no tiene nada que envidiarle a otros títulos de la colección de Martínez Roca. (Bueno, sí: la portada. Tira para atrás con sólo verla. Y la de Vidorama es aún peor).
Solo puedo poner una pega real, y es que años después de que esta novela se publicara, se produjo una buena película de Hollywood, bastante conocida, con estrellas de primera fila, que calca la idea principal de la historia. Es de 1998. Y no voy a decir cuál es, pues eso sería destripar el argumento auténtico de la novela. Aunque debería darme igual, porque en Vidorama, no se cortaron en contarlo en la mismísima portada, que reproduzco por aquí, debidamente CENSURADA.
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