sábado, 22 de junio de 2024

Noticias de ayer: "Los famosos signos de Glozel, supuestas letras ibéricas, en Libia" (1928)

 

Emile Fradin, descubridor (o inventor) de las Tablillas de Glozel, en su museo particular. Viendo la imagen, me dan ganas buscar mis viejas cintas de cassette y abrir yo también un museo. Total, ¿qué voy a perder?


 

Entre el grupo de amigos, contertulios y conspiradores con los que me reúno casi diariamente en Albacete, a la mayoría de los cuales conozco desde hace no menos de treinta años, hay una pequeña subsecta extraoficial, sin nombre (como las buenas y verdaderas sociedades secretas), que siente devoción por la arqueología y el estudio de las civilizaciones desaparecidas, como el famoso Otto Dostmann, cuyos viajes y hallazgos durante el siglo XVIII y principios del XIX siguen sin pasar por un análisis con un mínimo de rigor científico, pues su obra se la han apropiado diversos cónclaves de ocultistas de distinto signo, que van desde los actuales seguidores de Madame Blavatsky hasta la encarnación del siglo XXI del Amanecer Dorado y, sobre todo, los pasticheros lovecraftianos y howardianos.

Ya es un tópico, como mínimo semanal, que me encuentre sentado a la mesa del bar, escuchando el debate de mis queridos y sabios amigos acerca de si la tablilla que acaba de aparecer en tal rincón de Extremadura es tartésica o turdetana; si los actuales movimientos paganistas tienen un cierto tufillo nacionalsocialista al mismo tiempo que europeísta (y todo esto arropado por las especulaciones de una lengua íbera más o menos única, primitivísima, que se habría extendido desde las marismas de Huelva hasta las islas Lofoden, por decir algo); si la teoría de que el idioma ibero es el vasco o alguna variante del tibetano... Tengo ganas de que mi paisano, el escritor José León Cano Ramírez, decano de la literatura de terror albaceteña, aparezca con más frecuencia por estas sesiones de cervezas, pues estoy seguro de que su experiencia como viajero, investigador y periodista arqueológico añadirá mucha información a estas conversaciones.

Estos amigos aprovechan cualquier fin de semana para coger un automóvil y marcharse a visitar tal yacimiento o cual paraje en cualquier rincón de España, asisten a conferencias, y cuentan cosas de las que yo no tengo ni la menor idea: creo que sé más sobre la Atlántida, Lemuria, Mu y las Tierras del Sueño que sobre Grecia, Roma y Fenicia. Así, me viene de perlas darme estos "baños de realidad", que no dejan de ser especulativos, misteriosos y polémicos. En Madrid, hace unos años, era el escritor José Miguel Pallarés el que me hablaba de usos, costumbres y leyendas romanas como si él mismo hubiera servido en alguna de esas legiones que se perdieron en la China; y Alfredo Lara, que de joven participó en excavaciones arqueológicas, también me contaba historietas de la Antigüedad... pero también del Viejo Oeste, de las Guerras Zulúes, y cualquier materia que tuviera de por medio una zona fronteriza mal delineada entre dos grupos pertenecientes a civilizaciones distintas.

Es pensando en todos ellos que rescato hoy el siguiente artículo, publicado en el diario La Voz de Madrid el 5 de septiembre de 1928, sobre un asunto del que jamás había oído hablar: el de las Tablillas de Glozel, un tema que fue candente en su día, hace ya más de un siglo, y que hoy no sé si estará oficializado, desprestigiado o simplemente olvidado. La nota deja claro que las aventuras de ese extraño individuo, el conde de Prorok, de quien ya hemos dado varias noticias por aquí, tenían peso en la comunidad científica de las décadas de 1920 y 1930 y, más importante, despertaba la imaginación de muchos lectores.

Aquí tienen el artículo, firmado por "Un aprendiz de arqueólogo". Que, todo sea dicho, no es mi caso.

 


 





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