El último lugar que Dios creó (1971) es un tortuoso viaje por las rutas comerciales de la Amazonía en la década de 1930. También es una envidiable y violenta novela de aventuras con intrépidos aviadores que escupen al rostro de la Muerte cada día, de hombres y mujeres que no pueden caer más bajo, de malvados heróicos, de salvajes indios que son víctimas y verdugos (todo a la vez), de buscadores de diamantes, de condenados al presente, de criaturas humanas casi legendarias cuyo deslumbrante futuro inmediato se vislumbra en la Europa de 1939... pues eso será preferible al Infierno del día a día en los afluentes, las aldeas, las fortalezas militares, las misiones, que se esparcen por el río más caudaloso del mundo.
En The Last Place God Made, que sí, es un thriller, Jack Higgins actualiza al Julio Verne de La jangada y nos sirve un contradictorio (por humano) periplo vital y espiritual, crítico con todo y con todos, que no deja títere con cabeza ni da respuestas a las muchas cuestiones éticas que plantea. También tiene algo de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad (esto son palabras mayores, ¿verdad?), por mucho que la novela parezca revestida del aire de un Indiana Jones, o mejor, de los Cuentos del Mono de Oro.
Nada ni nadie se salva aquí, ni se rescata a las monjas secuestradas, ni se redime el espíritu de los sinvergüenzas sin escrúpulos que viven en un glorioso pasado, en el que se batían en duelo con el mismísimo Barón Rojo. Porque ser un tipo duro, valiente y experto sólo te puede servir, al final, para tener una muerte gloriosa. No vas a aparecer, maltrecho, de entre los cadáveres humeantes de tus enemigos con una sonrisa para regresar en la siguiente aventura, porque a fin de cuentas, sólo eres de carne y hueso, tipo duro.
Y si por un casual se produce el milagro y sales vivo, te espera la guerra.
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