lunes, 13 de mayo de 2024

Prohibido leer

Un lector adicto y demente, a comienzos del siglo XVII. Es un retrato triste que, por desgracia, se sigue dando en nuestros días. NO A LA LECTURA.

Después de tantos años como lector casi profesional (muchos, pues fui precoz), he llegado a la conclusión de que la única manera de "animar a la lectura" a aquellos que no tienen el hábito de leer es prohibírselo. Esto, claro, tendría un efecto secundario no deseado: si prohibimos leer, eso incluirá a los niños, de modo que sólo aprenderían aquello de "la b con la a, ba" en el entorno familiar, y siempre de forma clandestina.

Por lo demás, no creo que hubiera problema y, además, aumentarían las ventas del libro en progresión geométrica. Porque una cosa es prohibir la lectura, y otra cosa es prohibir la escritura, la edición y la venta de libros. La tenencia de libros "para consumo propio" también tendría que estar prohibida o, al menos, regulada al estilo minimalista japonés, o incluso por gramos, como se hace con cualquier producto estupefaciente. Las sanciones por leer en público deberían estar limitadas a multas económicas de cierta cuantía, pues estaríamos hablando de un delito menor, incluso de una falta durante las primeras infracciones. La cárcel debería estar reservada para grandes lectores reincidentes, empedernidos y degenerados.

 

Por suerte, este tipo de adminículos para la enseñanza de la lectura van cayendo en desuso.

Para conseguir el efecto deseado, y antes de ilegalizar por completo la lectura, lo lógico sería limitar el número de libros leídos por año. Digamos que sean doce (uno por mes), con multa para aquellas personas que sobrepasen esa cifra.

Simplemente con esta última medida, el número de lectores aumentaría de modo estratosférico. De hecho, entre los dos habituales bandos políticos de cualquier nación o federación del siglo XXI, tendría que existir un acuerdo tácito en la ampliación de estas limitaciones, conforme fueran pasando las legislaturas. Si el partido A limita las lecturas a 12, el partido B, cuando gane las elecciones, las limitará a 10. Y así sucesivamente hasta que lleguemos a la prohibición absoluta deseada, en apenas seis administraciones.

Adolf Hitler, leyendo un libro. ¿Qué, si no?


Benito Mussolini, que se permitía retratarse mientras leía. Atroz.


¿Qué se debería aducir y argumentar en contra de la lectura? Pues evidentemente, toda su parte negativa. Para empezar, está demostrado que la guerra, tal y como la entendemos, sólo se da entre el ser humano desde que existe la lectura. No hay constancia de guerras anteriores a la invención de la lectura, salvo dudosos restos arqueológicos de cierta antigüedad, que si bien parecen apuntar a la existencia de fenómenos violentos, lo que no demuestran es que no se debiera a algún tipo rudimentario de lectura. Esto resulta difícilmente discutible, y a los peligrosos textos más ancestrales que se conservan habremos de referir a aquellos que pongan en duda nuestra afirmación. Lo mismo podemos decir de la violencia y, si me apuran, de las enfermedades.

 

La guerra, invención humana y consecuencia directa de la lectura. Los mismísimos libros de Historia nos dan la razón. En la imagen, un soldado leyendo.

 

También me gustaría llamar a los diversos movimientos feministas y sociointegradores de la actualidad (hoy, desgraciadamente, demasiado divididos por desacuerdos menores) a que proclamen con claridad lo que es un hecho: que la lectura es una invención patriarcal y heteronormativa. A fin de cuentas, no existen textos originales que recojan la Edad Dorada de los matriarcados prehistóricos, lo cual se debe, primero, a que la lectura era absolutamente innecesaria en aquellas sociedades perfectas; y segundo, a la injerencia patriarcal, con sus viles invenciones y registros históricos, concebidos se diría que exclusivamente para eliminar cualquier tipo de referencia al tiempo en que las pacíficas y primitivas sociedades analfabetas eran comandadas por mujeres. Nos atrevemos a afirmar que la prueba de lo que decimos se encuentra, precisamente, en la ausencia de la prueba. De hecho, las únicas pruebas "tangibles" que el patriarcado ha consentido son las leyendas de transmisión oral que hablan de matriarcados, como si fueran simples mitos. La lectura es un invento patriarcal de opresión. (Otra cosa distinta es que el patriarcado haya caído en su propia trampa lectora y ahora no encuentre modo de deshacer el mal. Quizá los nuevos movimientos antipatriarcales logren dar con la obvia solución de la simple y llana prohibición).

Ranavalona I (1782-1861), reina de Madagascar, ejemplar monarca femenina que no dudó en eliminar influencias procedentes de lecturas inapropiadas, de prohibirlas, proscribirlas y castigarlas. Por supuesto, el patriarcado ha interpretado por escrito sus acciones como negativas, y retrata a la legítima reina como un monstruo de maldad.

Incluso las mejores y más poderosas mujeres sucumben ante la lectura. En la imagen, Margaret Thatcher leyendo, sumisa a la imposición del patriarcado.

Otra obviedad, tan preocupante desde hace ya años, es la del cambio climático antropocéntrico debido al calentamiento global. Si la lectura hubiera estado prohibida y proscrita desde sus inicios, jamás habríamos podido desarrollar todas las tecnologías -y los malos hábitos y caprichos a los que sirven-, que son responsables de esta inminente catástrofe planetaria. Sin la lectura no habríamos tenido la ciencia y la investigación que nos ha llevado a la sobreexplotación de los recursos naturales, a la contaminación atmosférica, y a una indeseada, intolerable superpoblación. Estaríamos, de una vez por todas, a expensas de los elementos extremos, el frío y el calor, tal y como se supone que siempre debió ser o, al menos, como fue durante la mayor parte del tiempo en que el ser humano ha existido. Recordemos que la lectura y la escritura, como tecnologías, son relativamente jóvenes y, por tanto, aún podemos echar marcha atrás y regresar adonde nos corresponde.

Esto deberíamos estar haciendo ahora mismo, en lugar de leer sandeces.

Si la lectura ha dado pie a la existencia de males humanos como la guerra, ¿cómo es que no ha habido ninguna civilización que haya pensado antes en deshacerse de ella? ¿Por qué el ser humano insiste en leer, desde el momento en que alguien apunta sobre la pared de la caverna varios palitos junto al trazado en carbón de una rudimentaria cabeza de cabra, hace como poco unos 10.000 años? ¿Por qué hemos permitido que algunas lecturas reciban el calificativo de "sagradas", e incluso se hayan convertido en piedra angular de ese otro fenómeno (¿quizá una consecuencia de la lectura?) que denominamos "religión"?

La respuesta es tan evidente que me avergüenza apuntarla: la lectura es adictiva.

Joseph Stalin, otro adicto a la lectura.

 

Saddam Hussein, leyendo incluso mientras lo estaban juzgando. Hasta ese punto llega la adicción.

Como con todas las drogas duras y blandas, esto sucede cuando se consume en grandes dosis. Unas pocas lecturas, en principio, no dañan a nadie de forma irreparable; pero en el momento en que se abre la compuerta de la compulsión humana, la lectura es peor que el tabaco, que la cocaína, que el opio, que la heroína, que el juego e incluso que el sexo, pues posee la capacidad de convertir en yonquis a personas de cualquier edad, género y condición. Las bibliotecas públicas, por poner un ejemplo ampliamente conocido, demuestran con claridad lo que aquí exponemos: su público mayoritario se centra en los rangos de edad inferiores y superiores de la población, esto es, los que tienen menos poder adquisitivo para conseguir sus "chutes" diarios. Los niños con sus libros infantiles de letras enormes (¡conducidos allí por sus propios padres!), los ancianos con sus periódicos y, también, qué coincidencia, ¡con libros de letras enormes! A cualquiera le resultará evidente que aquí existe un patrón de comportamiento, que ajusta el tipo y la forma de la lectura a las necesidades de cada consumidor atrapado.

Triste imagen de niños enganchados a una adicción milenaria. La sonrisa en sus rostros es la del heroinómano que se acaba de meter un pico en vena.

Esta adicción, esta droga que se extendió por todo el mundo y de la que muchos empresarios multimillonarios se han aprovechado (estamos pensando, por ejemplo, en Randolph Hearst, que concibió la siniestra idea de publicar tiras cómicas con dibujitos para que los inmigrantes aprendieran a leer inglés y, por tanto, consumieran los productos de Hearst, esto es, la prensa), habrá que extirparla poco a poco, pues sin duda, encontraremos muchos focos de resistencia, de signos distintos pero igualmente integristas y radicales: ultra islamistas y ultra cristianos con sus "textos sagrados"; fascistas y extremistas de izquierda con sus adoctrinamientos; los risibles extremocentristas que abogarán por la "justicia" por medio de "leyes escritas y fijadas"... ¡Como si existiera algo más mutable que la ley...! Pues ¿no son distintas las leyes en cada país, e incluso en cada región? ¿No se fijan penas distintas para un mismo delito, según el lugar en que se cometa?

Leyes grabadas en piedra, con caracteres concebidos para que pudieran ser leídos por cualquier persona alfabetizada (h. 1750 a.C.). Pero ¿qué fue de Mesopotamia y sus gentes? ¿Queda alguno por ahí? La respuesta es un rotundo "NO". Y esto sucede porque la lectura conduce a la destrucción de las más gloriosas civilizaciones.

Lo que los políticos deberán ofrecer, y la sociedad deberá exigir, es una cultura basada en la imagen y el sonido, sin la representación abstracta de este último: la escritura. Para ello, disponemos de tecnologías que ya han avanzado mucho en este siglo, y que nos llevan por el buen camino: la de la informática unida a la telefonía portátil. Falta poco, o eso deseo, para que se eliminen definitivamente los teclados de los terminales que usamos a diario (aún hay que descartar definitivamente los inútiles, fallidos, poco fiables teclados virtuales), pues ¿no es mejor, más cómodo, más rápido, más eficiente, más directo, hacer una pregunta en voz alta que escribirla? Y ¿no es preferible escuchar una respuesta de viva voz e ilustrada con imágenes, que leer dicha respuesta por medio del fatigoso -pero, insistimos, peligrosamente adictivo- proceso de leer? ¿No resulta mucho más sencillo para el cerebro procesar imagen y sonido, que procesar una serie de caracteres y gusarapines arbitrarios que se traducen en sonido y luego en ideas y sólo entonces, por fin, en imágenes? Es evidente que el esfuerzo de leer es muy superior al admisible. E incluso así, los intentos por erradicar la lectura son, hoy por hoy, insuficientes. Y parece que poco le importa a nuestros mandatarios esta "dictadura de las letras".

 

Imagen alegórica de Satanás entregándole la lectura al ser humano.

Si prohibimos la lectura, recuperaremos nuestra capacidad de comunicarnos con el prójimo a diario en la cola de la panadería, en la sala de espera del hospital, en la cola del cajero automático (que, ¡por favor, debería funcionar por medio de la voz y la imagen del usuario!). Las relaciones humanas se intensificarán, la comprensión mutua se hará más factible y no se prestará a malas interpretaciones, con lo que descenderá el nivel de violencia que cada sociedad afronta. ¿Qué necesidad hay, en realidad, de leer? ¿Qué puede aportar alguien que murió hace diez, cien, mil años, a nuestro mundo? ¿A quién le importa cómo vivían los griegos, los romanos, o los ingleses de la Era Victoriana? Y por supuesto, ¿cuáles son los beneficios objetivos y cuantificables de "leer ficción"?

Bucólica imagen familiar, previa a la invención de la lectura. A esto deberíamos aspirar.

En definitiva, ¿cuáles son los oscuros placeres que proporciona la lectura, si tanto se ha extendido desde su invención hasta nuestros días? Son placeres, afirmo, muy personales y muy censurables e insolidarios. Es terrible que la batalla contra la lectura se centre tan sólo en algunos títulos, en algunos autores, en algunos temas recogidos en libros y que merecen censura, y que esto no se haga extensivo a cualquier texto escrito.

La lectura es uno de los males surgidos acaso de la proverbial caja de Pandora, y está en nuestras manos el prohibirla, desterrarla y olvidarla. A nadie le interesa saber quién era Pandora ni qué contenía su caja. De ahí sólo salieron calamidades. No necesitamos saberlo, no queremos saberlo.

Apliquemos este principio de una buena vez, y quizá, sólo quizá, consigamos el efecto contrario al deseado.

En realidad, ¿a quién le importa que se lea o no?

Alberto López Aroca, 12 de mayo de 2024

 


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