Edición de 1994 de nuestra novela. |
21 de julio de 2024
A finales del año pasado me prometí a mí mismo regresar a Andrew Klavan en cuanto estuviera necesitado de una lectura sin tropiezos, y a eso me he dedicado los últimos días: a leer La hora animal (The Animal Hour, 1992), otro thriller del autor de No digas nada, entretenidísima novela que disfruté de forma desconsiderada y salvaje.
De nuevo tenemos a Víctor Pozanco en la traducción, que esta vez se ha dejado llevar por las prisas y no nos ha regalado su versión del apodo "Shithead" (que ostenta uno de los personajes de la historia), amén de otras faltas igualmente menores. Tanto da. La novela se lee como un tiro.
Klavan abre fuego con un tema clásico (por no decir sobado hasta el infinito): la persona que, un día cualquiera, llega al trabajo y nadie la reconoce. Esto lo hemos visto muchas veces (el gran John Franklin Bardin, autor, entre otras, de la novela El percherón mortal, de 1946, era un experto en este tópico), y aquí, la variación del tema estriba en que esta trama, protagonizada por un muchacha llamada Nancy Kincaid, corre paralela a los problemas del poeta Oliver Perkins, autor, por cierto, de un libro de poemas titulado... ¿lo adivinan? ¡Premio! ¡La hora animal!, volumen y autor que, de cabeza, entran en nuestra Biblioteca de Babel.
Una obra maestra de 1946. |
El problema de Oli Perkins es su anciana abuela y, sobre todo, los quebraderos de cabeza que le produce Zach, su hermano pequeño. Perkins, avatar viviente del poeta bohemio del Village, guaperas grandote de largo pelazo que se pasa por la piedra a todo bicho viviente sin importarle género o edad, tiene que echar un vistazo de cuando en cuando a Zach y a la novia del hermanito, Tiffany: dos chalados drogadictos y fanáticos religiosos que, por comparación, hacen que el comportamiento asilvestrado, excéntrico, descarado y poco higiénico de Oliver parezca el algún inglés recién desembarcado del Mayflower. (Y esto, sin exagerar un ápice).
Así que, mientras Nancy Kincaid anda suelta o en manos de la policía o de camino al manicomio de Bellevue intentando demostrar que es quien dice ser (cosa que, llegado el momento, ella misma pone en duda), Oliver Perkins tiene que hacer una visita al viejo chalé de su abuela, que Zach usa para sus diversiones estupefacientes, religiosas y pseudoartísticas, y en donde Oli encuentra el cadáver violado, horriblemente torturado, mutilado y decapitado de una chica atada a la cama de la abuela. Y como guinda del pastel, la cabeza de la víctima en la taza del váter.
De este modo comienza este relato, ambientado en la víspera de Halloween en New York, entre locos reales y locos ficticios que circulan por calles atestadas de vampiros, momias, hombres lobo, zombis, Frankensteins, calaveras, murciélagos y montones de policías que acordonan las avenidas, todos ellos bastante hastiados de una puñetera fiesta que dominan las masas de monstruos tan borrachos como guiris adolescentes en playas levantinas españolas.
***
Durante la lectura de La hora animal me he estado acordando todo el tiempo del gran Curtis Garland, que muy bien podría haber pergeñado el disparatado argumento de esta historia (pues lo que he contado no es más que el punto de partida), relato que, no obstante, tiene un buen cerrojazo final. Por supuesto, Curtis la habría contado en 96 páginas, y no habría sido tan explícito en cuanto a los vómitos, pedos, diarreas, babas y automeadas que salpican de gorrinería el texto: esto es algo que a Klavan le encanta y, a qué negarlo, ayuda a que la trama sea más creíble, sobre todo si esas guarradas aparecen en el momento oportuno y no para hacer alguna gracieta. (La mierda y los pedos no siempre dan risa. Me estoy acordando ahora mismo de "Ratas" de Marc R. Soto, donde se demuestra que alguien que se ha cagado encima no tiene por qué dar risa).
Mis conclusiones: que ojalá Ediciones B hubiera publicado más obras de Andrew Klavan (la tercera que existe, y ya mencionamos el año pasado, es Ejecución inminente, en la que se basó la película de Clint Eastwood); y también, que un buen autor no debe dejar que un buen pedo o un buen eructo caiga en saco roto. Eso sí: sin abusar. Que la verosimilitud y la escatología son cosas muy, muy distintas.
Un ejemplar de la única edición de The Animal Hour (1990), libro de poemas de Oliver Perkins. |
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