29 de mayo de 2024
Son pequeñas, pero no tanto como los minilibros de la vieja colección Pulga o los famosos "crisolines" de Aguilar. Tienen un tamaño menor que los Bruguera Libro Amigo o las viejas ediciones en rústica de Alianza Editorial, con maravillosas cubiertas de Daniel Gil.
Ejemplares de la colección Pulga. |
Crisolines de diversos tamaños. Los normales son los grandotes. |
Bruguera Libro Amigo. |
Una cubierta de Daniel Gil para Alianza, perfectamente distinguible del resto de portadas de la época. |
El formato es de 15 centímetros de altura por unos 10,5 de anchura, aproximadamente. Tienen, por regla general, entre 96 y 128 páginas, aunque hay excepciones. Están encuadernados en rústica, pegados a la americana, si bien en sus primeros tiempos estaban formados por cuadernillos cosidos y luego encolados a una cubierta impresa a todo color en un papel mucho más frágil y quebradizo que las gruesas páginas de papel reciclado, de pulpa, en donde a veces encontramos una virutilla de madera que, debidamente extirpada con la uña del dedo índice, se lleva consigo una o dos letras del texto.
Aunque no es una norma fija, lo habitual es que estas novelitas estén repletas de huellas; tantas que, en manos de Sherlock Holmes, obtendríamos información sobre docenas de personas distintas que, como los cavernícolas de antaño o los grafiteros de hoy, han querido dejar su firma para la posteridad. Esa firma puede ser un nombre o un apellido, pero también un símbolo o una marca personal (como la Z del Zorro), e infinidad de involuntarias y descuidadas manchas de aceite, grasa, margarina, aceite, sangre y otras secreciones, e incluso fragmentos de pan, de algún embutido, de chocolate. Está la lista de la compra, la suma de una serie de gastos previstos y presupuestos varios (reparación de coche, lavadora, televisión...), números de teléfono sin prefijo ("Anselmo aparejador" seguido de seis números), críticas del lector ("el autor es un enfermo", "muy buena", "repugnante", "mala", etc.), mensajes obscenos y chistes gráficos improvisados. Muchas veces encontraremos objetos que han servido como marcapáginas: un billete de metro o de autobús, un pedazo de periódico, un cordelito, ¡una fotografía de carné!... Y luego están los sellos en tinta azul, roja, negra, verde, de los establecimientos por donde han pasado y se han intercambiado por otros ejemplares a cambio de una minucia sólo expresable en pesetas: desde la tienda de ultramarinos del más humilde pueblo de Extremadura al kiosco de la Ramblas de Barcelona, papelerías de Madrid, Murcia y Alicante... hasta podemos encontrar sellos modernos, del siglo XXI, correspondientes a librerías "solidarias" que recuperan y "liberan" viejos libros a cambio de "una mísera donación".
Encontrar una novela de a duro que esté como nueva "no es imposible, sólo muy difícil", que dijo el Dr. Clark Savage, Jr. en cierta ocasión. Lo normal es que, junto a las huellas citadas, hallemos mutilaciones internas y externas: las páginas de título de colección y cortesía se solían reciclar para arreglar ejemplares muy estropeados, reencuadernados artesanalmente por papeleros y libreros ociosos, armados con grapadora y celofán (esa ácida bestia negra de los restauradores de libros). Quizá los peores ejemplares sean los que se han restaurado con pegamento Supergén, esa corrosiva pasta marrón, incómoda, que con el paso de los años se fragmenta y se desprende, llevándose consigo pedazos de papel.
Uno de los principales asesinos de bolsilibros: el Supergén. |
¡Qué frustrante puede ser el pasar la página 57 y ver que, tras la 58, va la 61! Y el mayor de los traumas: ¡la mutilación de la página final, donde se resolvía en conflicto en apenas unas líneas apresuradas! En cuanto a las mutilaciones externas, obviamente, estamos hablando de las cubiertas, que en ocasiones brillan por su ausencia. Y mejor no hablar demasiado de la solución de algunos a este problema: sustituir las tapas ausentes por las de otra novela cualesquiera que haya perdido la tripa. Eso sucede con "mi ejemplar" (por llamarlo de algún modo) de la mítica Rancho Drácula (1960) de Silver Kane, que heredé de mi padre: la cubierta está ahí, perfectamente visible, pero en el interior hay un viejo western del gran Keith Luger. Bien... pero no es lo mismo que tener Rancho Drácula en su edición original.
Mi pobre ejemplar de Rancho Drácula. |
Estas publicaciones han tenido varias denominaciones y, hoy, la más extendida es la de "bolsilibro". Personalmente, yo siempre he preferido "novela de a duro", pues el término "bolsilibro" se presta a confusión con cualquier otro tipo de libro en (supuesto) formato de bolsillo. La novela de a duro, que tan sólo durante un corto espacio de tiempo costó un duro (es decir, una moneda de cinco pesetas), se convirtió en una institución y en una forma de entender la edición y el consumo de la literatura popular en España. El formato de novela de a duro sustituyó al anterior formato de revista pequeña, que no era otro sino el de las revistas pulp de Estados Unidos, quizá un poco reducido. La extensión de aquel antiguo formato, donde vieron la luz personajes como El Coyote de José Mallorquí, El Pirata Negro de Arnaldo Visconti, El Encapuchado de Guillermo López Hipkiss, El Corsario Azul de J. León, los españolísimos Nuevos Héroes de Hombres Audades de Editorial Molino, y tantos y tantos otros, era prácticamente la misma que las de las posteriores novelas de a duro. (Salvando, repito, excepciones): algo más de 25.000 palabras.
¿Qué interés pueden tener para el lector del siglo XXI estas obras calificadas como subliteratura por varias generaciones de investigadores académicos? ¿Cómo puede aproximarse alguien hoy a estas noveluchas infraliterarias sin ponerse guantes de látex y una mascarilla? ¿No sería conveniente rociarlas con gel hidroalcohólico? ¿Cuántos gérmenes, cuántos bacilos inmundos han vivido y crecido entre sus polvorientas páginas? Y ¿quedará vivo alguno de esos peligrosos bichos mutantes, pervivientes cual medusa inmortal o monstruo lovecraftiano? ¿Qué atención merecen historias que llevan títulos como Un hombre llamado samurai, Un camión lleno de calamares, La succión de las mujeres-vampiro, El asesino toca la zambomba, El secreto de los yetis, El tanque fantasma, Idilio al anochecer, Diablos en la ionosfera, De soldado a general, Hombres de goma, ¡Mata, espíritu de muerte!, Toque de degüello, Vampiros en Tolar, Medio kilo y una pipa...? Por necesidad, tienen que ser y son historias escritas a toda velocidad, sin más corrección posterior que la del linotipista de la imprenta. Y por si esto fuera poco, por si la limitación de espacio no fuera suficiente, las novelas de a duro estaban fuertemente condicionadas por la censura y por las líneas editoriales, que exigían matrimonios para el héroe y finales felices.
No nos la hemos inventado. Existe. Y una especie de Ernest Borgnine está en la portada. |
¿A quién le puede interesar esto, cuando cada semana tenemos flamantes novedades editoriales salidas de plumas insignes, avaladas por sellos veteranísimos, junto a miríadas de libros autoeditados, coeditados, subeditados, infraeditados por profesionales y aficionados (indistinguibles por sus nombres, todo sea dicho de paso)? ¿Por qué mancharse los dedos de polvo y forzar la vista con una novela de a duro cuando tenemos a nuestro alcance, y a precios muy competitivos, tantísimas nuevas obras de todo género y condición imaginable, e incluso versiones debidamente expurgadas para evitar que nos sintamos ofendidos? (Porque, y de eso hemos preferido no hablar, la censura de las novelas de a duro no es la misma que la censura de hoy: si antes los protagonistas estaban condenados al matrimonio, también es verdad que las mujeres eran víctimas propiciatorias también condenadas al matrimonio; las personas de otras nacionalidades y razas podían recibir un trato humillante; y las identidades sexuales diversas, cuando hacían su aparición, no recibían demasiada comprensión, pues los personajes heterosexuales pertenecían a un colectivo mayoritario que detestaba las sexualidades e identidades distintas).
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La primera aproximación es, inevitablemente, visual y táctil: ya sean los lomos con sus títulos (algunos ilegibles, desgastados o arrancados), o las portadas (algunas brillantes óleos ejecutados por maestros; otras, toscas y kitsch, como dibujadas mal a conciencia o quizá por un niño; muchas, robadas de fotogramas de películas, con actores y monstruos célebres reinterpretados y recontextualizados para la ocasión; técnicas mixtas que mezclan acrílico y collage; trabajos rápidos y mal pagados). Sobre unos y otras se deslizan los ojos y los dedos con cierta suavidad y, a veces, un poco de aprensión por el inmediato pensamiento de las otras muchas manos que habrán hecho exactamente lo mismo: tocar. Manos sucias de albañil que lee mientras defeca en un rincón de la obra; manos de un niño de doce años que, una tarde de verano, pasa las páginas mientras se rasca el cerebro a través de la nariz; manos de portero que acaba de orinar y se ha olvidado de lavarse porque quiere regresar a la historia y llegar al final antes de que termine su turno; manos de soldado en su garita; manos de carpintero, de fontanero, de escayolista, de acerero, de pescador, de frutero, de abogado, de funcionario de prisiones, de preso, de ladrón de baja estofa, de yonqui, de secretaria, de ama de casa, de maestro que ha sustraido la novela a un alumno, de dama de la calle que gusta de leer finales felices y muy románticos...
Luego están los autores, o más bien, los nombres falsos con que publicaban los autores, nombres que, en algunos casos, se convertían en personajes y, en otras ocasiones, en personas de carne y hueso. Muchos de los que conocieron a Juan Gallardo Muñoz en persona, en realidad estuvieron con Curtis Garland. Silver Kane, pseudónimo de Francisco González Ledesma, protagonizó un buen puñado de novelas. H. S. Thels y Law Space conversaban en algunos prólogos para recriminarse ideas sobre la robótica, el futuro de la humanidad o el pesimismo... pero detrás sólo se encontraba la pluma y la mente de Enrique Sánchez Pascual.
La novela de a duro será infraliteratura, pero también alcanza los estratos de la metaliteratura, de la referencialidad y la auto referencialidad, y siempre está a un paso del pastiche y mete las narices en la mitología creativa, voluntaria o involuntaria.
Hay más novelas de a duro que años de vida para leerlas, y hay que elegir. El lector conoce la infinita variedad de géneros y subgéneros que los autores trataron en estas miles de obras, y sabe que, aunque opte por uno (western, por ejemplo) puede toparse, en realidad, con otro (detectivesco, por ejemplo). Pongamos por caso la novela El diablo con fusil, de Clark Carrados, que además de bélica, también es una historia de gángsters y de pactos con el Diablo, todo en una sola obra.
Los ojos y las manos recorren los diversos ejemplares en la estantería, en una cajón, en una caja de cartón, en una pila en precario equilibrio... y la intuición y el capricho lo llevan hasta un título determinado de un autor determinado.
El placer comienza si no ahí, tan sólo un poco antes, con la anticipación. El lector querrá, como buen lector realista, lo imposible: repetir las mejores experiencias ya vividas y, al mismo tiempo, que lo sorprendan de nuevo.
No es importante que la novela sea una variación sobre el tópico de los polimorfos o el de los ultracuerpos si al final resulta que detrás de toda la aventura se encuentra ¡una banda de vampiros espaciales! Tampoco es baladí dar con una historia criminal (es decir, protagonizada por criminales) que en realidad es una narración de viajes en el tiempo; o la novela del Oeste en la que encontramos un caso de posesión diabólica; o sencillamente, una buena trama policíaca con detective hard-boiled cortado por el patrón de los clásicos y el transfondo del mundo del jazz, del blues... todo, ejecutado a la velocidad del rayo en una Olivetti por un escritor de oficio en tres o cuatro sentadas, sin detenerse a corregir, y obteniendo un resultado óptimo y digno de figurar en cualquier antología de textos clásicos.
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Que el lector no se lleve una idea equivocada: nuestra exposición del tema de las novelas de a duro es sentimental, pero también intenta ser objetiva. Hablamos aquí de amor por la literatura desconocida, no catalogada, no clasificada, limpia de mácula y producida a destajo. Hablamos de historias en estado puro. Cada uno de esos miles y miles de diminutos libritos puede guardar en su interior una sorpresa, un hallazgo, un descubrimiento trascendental, un divertido relato... un placer reservado, hoy, para los paladares más exquisitos.
Que nadie le diga lo contrario.
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