Hoy es 8 de abril, y hace ya unos días que está a la venta la novela Los papeles póstumos (apocrypha deliramenta), que he pergeñado en colaboración con, y sobre todo gracias a, mi gran amigo y colega Juan Carlos Monroy Gil, sherlockiano, keeleriano, y gran amante de esos productos culturales que llevan el prefifo "sub-" delante, cuando no deberían llevar nada.
Entre ilustraciones y texto y notas al pie, han quedado 322 páginas que, para mí, han sido puro gozo y la salvación de unos esbozos de hace veinticuatro años, que ahora se han convertido en un obra con todas las de la ley. Está dedicada a cualquiera que sepa leer, tenga sentido del humor y busque eso que no encuentra: sorprenderse página tras página, hasta desembocar en un final que, de nuevo, es otra sopresa más, y bastante definitiva.
Alfredo Lara López, amigo y experto en nuestras cosas, nos regaló una preciosa presentación para el libro; Juan Carlos también escribió un par de parrafitos previos. Mi introducción al libro es la que sigue:
PRÓLOGO Y ADVERTENCIA
por Alberto López Aroca
La siguiente obra es el primer fruto de un proyecto que concebí en junio de 2023, después de acceder a mi antiguo ordenador de sobremesa, que sigue arrinconado en la vieja casa de mis padres. Del aparato extraje una cantidad en verdad sorprendente de archivos que contenían relatos, novelas, ideas, pasajes, fragmentos… todo ello escrito hace mucho tiempo y, por supuesto, inconcluso.
Lo normal es que las obras inacabadas, bien están como hayan quedado, pues si el autor las abandona, por algo será. Sin embargo, ese “por algo” a veces no significa una pérdida de interés en la historia, necesariamente; en ocasiones, muchas, lo que sucede es que surge de alguna parte la famosa “person from Porlock” (la persona que venía de Porlock, que es un lugar; o la persona que venía de parte de Porlock, que sería un hombre o una sombra) que interrumpe el trabajo. Eso es lo que le sucedió al poeta inglés Samuel Taylor Coleridge en 1797, cuando estaba escribiendo su poema Kubla Khan, que quedó truncado en el verso número 54. Las “persons from Porlock” se han convertido en un tópico literario muy extendido y del que yo mismo me he apropiado en alguna ocasión.
Como podrá imaginar el lector, también he sufrido el tópico en mis carnes, y no una, ni dos, ni tres veces. Los Porlocks pueden ser visitas inesperadas e indeseadas, pero también son enfermedades propias o ajenas, viajes, conflictos externos, y cualquier cosa que impida la concentración necesaria para realizar labores creativas. Si una novela queda truncada durante más de uno o dos años, se puede dar por perdida. Un Porlock se la ha tragado.
Lo que encontré en mi ordenador era sensiblemente más antiguo que uno o dos años.
Después de realizar un escrutinio, encontré una considerable cantidad de obras fragmentarias, de la más diversa extensión, que en verdad habrían merecido una segunda oportunidad o que el Porlock de turno se hubiera ido a incordiar a otro autor.
El problema de las obras que hallé estriba en que, de acuerdo con una antigua teoría que quizás sea falsa, quizás no, el cuerpo humano renueva todas sus células cada siete años, es decir: que cuando uno cumple 21 años, ya ha dejado atrás a tres personas completamente distintas; a cuatro cuando cumple 28; a cinco cuando cumple 35; y así sucesivamente. Esto significa, si es cierto, que aquellos fragmentos no los he escrito yo, sino mis yoes de otra época que, siguiendo el razonamiento, fueron personas distintas de la que soy ahora. Después de reflexionar mucho al respecto, he llegado a la conclusión de que esto, de un modo u otro, incluso si el asunto de la renovación celular es erróneo, el resto sí es cierto.
Dentro de un año y pico cumpliré 49; habré cerrado otro ciclo biológico y, posiblemente, mi nuevo yo sea algún tipo de trasgo vampírico, o puede que un tardío alpinista empeñado en coronar el Everest, o un mendigo condenado a vivir en una cama de cartones, o un enfermo psiquíatrico que requiera internamiento a perpetuidad, o…
La impresión que tuve sobre esos textos inconclusos es que, si mi espíritu fuera otro, quizá podría trabajar sobre ellos. Pero, por desgracia, mi momento para concluirlos ha pasado, y me lo ha robado el transcurso de la vida, mi propia indolencia, o alguno de esos Porlocks que andan por ahí sueltos.
Fue en ese momento, cuando me enfrenté a la imposibilidad de regresar a los fragmentos, que concebí una idea descabellada: mis yoes anteriores estaban muertos, lo cual convertía aquellos textos en obras póstumas. Así, puesto que el autor de esos esbozos ya no existía, ¿por qué no ofrecerlos a otros autores que pudieran estar interesados en usarlos, destrozarlos, remendarlos y, con suerte, concluirlos? A fin de cuentas, yo había sido capaz de hacerlo con un relato inconcluso de King Parker, que convertí en la novela corta “El ídolo de roca negra”, y la publiqué en el volumen Lugares peligrosos (2023). Y si yo puedo hacerlo, cualquiera puede.
Ni corto ni perezoso, como dicen en los cuentos infantiles, me puse en contacto con una legión de autores, que sobre todo son amigos, para proponerles este proyecto que ya está bautizado como “Cuentos póstumos”. A mi llamado respondió la mayoría de estos compañeros, a los que envié unas cuantas de estas historias sin final, o sin principio. En sus manos está que se completen y salgan a la luz.
El primero (y hasta hoy, único) de los amigos que realizó el colosal trabajo que supone este desafío fue Juan Carlos Monroy Gil, miembro fundador de la Tertulia Holmesiana (o Sherlockiana) de Madrid, autor de La Enciclopedia de Sherlock Holmes y de otras muchas obras, en su mayoría relatos. Lo que le envié a Juan Carlos el 19 de junio de 2023 eran dos fragmentos distintos, correspondientes a dos historias que nada tenían que ver entre sí. Juan Carlos las engarzó y, lo que eran poco más de 4.000 palabras, regresó a mis manos el 29 de agosto, convertido en unas 16.000: casi una novela breve, o un cuento episódico largo. El 6 diciembre, después de meses de silencio, escribí a Juan Carlos para decirle que pensaba publicar el texto, y el 3 de enero de 2024 volví a contactarlo para decirle que estaba “retocando cosas aquí y allá”.
A partir de ahí, y en cosa de una quincena, “retoqué” lo que me pareció oportuno, con permiso de Juan Carlos, y le pedí que él mismo diera detalles sobre personajes o situaciones, de manera que la obra se enriqueciera con las nuevas aportaciones de ambos. El resultado, que llega casi a 60.000 palabras (la extensión de El sabueso de los Baskerville), es el que el lector encontrará en las siguientes páginas.
Los papeles póstumos, subtitulado Apocrypha deliramenta, ya es una novela, pero no puedo dejar de pensar en esta obra en colaboración (y póstuma, con todas las de la ley… o casi) como en un juguete. No voy a hacer como Julio Cortázar en Rayuela y dejar aquí, al principio, un manual de instrucciones para leerla, porque no lo creo necesario. Lo único que me gustaría aconsejar al lector es que recuerde que, tras los índices onomásticos, hay un capítulo más, final y definitivo, y que dichos índices forman parte de la historia y no es aconsejable saltárselos. Es posible que esta novela se pueda comenzar por ese último capítulo para luego pasar a las primeras páginas, pero lo recomendable es leerla tal y como está publicada. Y no obstante, también se puede empezar por la mitad, o ir consultando los índices según se avanza, o dejar que pasen las páginas y la vista caiga, azarosa, sobre un nombre o una fecha, y entonces…
Todo esto queda en manos del lector, pues la novela, el juguete, la obra, tras un periplo de veinticuatro años, ya es suya.
21 de enero de 2024
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