(2011)
Si tengo que recomendarte un libro ahora mismo, te
diré que leas Los tres impostores, de
Arthur Machen. Podría hablarte de otras obras a las que he colocado en sus
respectivos pedestales, y hace unos años, mis amigos de la librería madrileña
Estudio en Escarlata me pidieron que escribiera mi propia “lista de los 7” (una
lista en la que incluí hasta ocho títulos, si no recuerdo mal). Y no estoy
hablando de un ránking, porque ¿cómo diablos voy a decidir si me gusta más La sangre de los King de Jim Thompson o Las historias naturales de Juan Perucho?
O sea, ¿a quién quieres más, a tu padre o a tu madre?
Los tres
impostores está en esa lista, sin duda. Y quiero
recomendártelo porque yo lo he leído varias veces (ahora mismo, es el libro que
tengo en la cabecera de la cama), y sigo disfrutándolo tanto o más que el
primer día. Igual tú lo lees y consideras que es “uno más”, pero yo no lo veo
así.
Hasta donde llego, Borges tampoco lo veía así, porque
lo incluyó en su “biblioteca”, y supongo que escribiría un prologuito o algo.
Bien por él, si le gustaba la mitad que a mí.
Machen es un autor decimonónico, un londinense
adoptado que callejeó y observó y se emborrachó y podríamos decir que incluso
alucinó. Literalmente, según cuenta Alan Moore en Serpientes y escaleras —una de esas adaptaciones de las
performances del Maestro de Northampton, realizada por el australiano Eddie
Campbell (sin parentesco conocido con John Ramsey)—. Machen (pronúnciese
“macken”, dicen, aunque yo no lo hago nunca) anduvo tonteando con esa
gentecilla excéntrica de la primera Golden Dawn, los pseudobrujos que
derrocharon imaginación y generaron una mitología propia, contradictoria en mi
opinión, y que ha llegado hasta nuestros días. Y si no, pregúntenle al espíritu
de Aleister Crowley.
Los tres
impostores (The
Three Impostors or The Transmutations) se publicó en Londres en 1895 (yo lo
leí por primera vez en 1995), y confieso que nunca me he detenido a comprobar
si causó alguna impresión en sus lectores. Quizá lo haga ahora, cuando tenga un
ratito libre.
Estoy convencido de que Conan Doyle lo leyó, del mismo
modo en que estoy seguro (pero menos) de que Machen leyó el relato “The Final
Problem” (“El problema final”) o bien en el número de diciembre de 1893 de The Strand, o en la primera edición de The Memoirs of Sherlock Holmes, la de
George Newnes de 1894.
Las dos obras citadas (la de Machen y el relato de
Doyle) contienen referencias a un oscuro poder organizador que opera en las
sombras de Londres, y ambos poderes tienen como cabeza visible —o más bien invisible—
a dos respetables hombres de ciencia, un profesor y un doctor. (El profesor,
estamos seguros, también era doctor... en Matemáticas, concretamente).
No quiero que creas que te recomiendo este libro
porque pueda contener referencias sherlockianas; nada más lejos de mi
intención. Ya sé que no eres tan de Sherlock Holmes, pero en fin... intentaré
no volver sobre ese tema.
También te diré que se ha dicho de Los tres impostores que es algo así como
un remedo de Las nuevas noches árabes
de Robert Louis Stevenson, y mira, algo de verdad hay en ello a nivel
estructural y también en el escenario, que es el Londres nocturno de las luces
de gas donde siempre (o al menos en la novela de Machen) siempre es 1895... Las nuevas noches árabes también es una
lectura deliciosa (y con referencias sherlockianas, aunque sean retroactivas...
¿te suena lo de “la presencia de un poder organizador”...? Vale, vale, ya lo
dejo), y al igual que Los tres impostores,
está compuesto por una serie de andanzas bizarras, un conjunto de relatos
entretejidos como un bello tapiz de... bueno, sí, de arabescos.
Y sin embargo, la obra de Machen posee el don de
respirar un aire siniestro, combinado con lo que podríamos denominar “sentido
de la maravilla” —que en este caso es más un “sentido de lo siniestro en la
cotidianeidad urbana”—, un sentido del que se intentó apropiar (o al menos,
intentó imitar) el señor Howard Phillips Lovecraft. Si el Maestro del Terror de
Providence tuvo a su vez un verdadero maestro, ese fue Machen. (Sí, vale, y
también Dunsany y Hodgson. ¿Te quedas más tranquilo así? Pero que sepas que uno
de los protagonistas de Los tres
impostores es un caballero llamado Phillips).
Sigo dándole vueltas al hecho de que la traducción al
castellano de que dispongo, la única que conozco (obra de Luis Loayza), es
extraña. Extraña porque la puntuación que utiliza el traductor no es la del
castellano, sino la del inglés: Utiliza las comillas en lugar de los guiones
tipográficos a los que estamos acostumbrados los lectores de novelas de Stephen
King. (Los lectores de novelas de Cormac McCarthy no están tan acostumbrados a
esos guiones... ni a las comillas, ni a nada que se le parezca). Es extraña
porque tiene un punto lírico (y no me entiendas mal; no rima ni nada de eso)
que probablemente se encuentre en el original. Y por eso, pienso que debe de
ser una buena traducción.
Y luego está esa cursiva que me sigue fascinando, esa
línea (¿ese verso?) que aparece en dos ocasiones. ¿Es una cita? Creo que sí,
pero ¿de quién?
Dice así (encajado en ambas ocasiones dentro de
fragmentos más largos):
“El viejo marco
incendia el mirador”.
***
Ahora que hecho un vistazo al volumen, no encuentro la
segunda vez en que se menciona la cita. Si es que es una cita...
La memoria es juguetona, y de vez en cuando te lleva a
estas trampas. Ahora es el momento de decidir si borro el fragmento anterior o
no.
Pero tú ya sabes cuál ha sido mi decisión, ¿verdad?
(Epílogo del 2 de diciembre de 2016)
La cita ("The grimy sash an oriel burns") es del
poema All-Saints (o bien All-Saints Day) de James Russell Lowell (1819-1891), poeta estadounidense nacido en
Cambridge (Massachusetts), que fue embajador en España entre 1877 y 1879,
periodo durante el cual fue nombrado miembro correspondiente de la RAE: Lowell
estaba muy interesado en la literatura española.
El poema original dice así:
Y en algún otro momento tendremos que hablar del
tratado De Tribus Impostoribus, que
es otro asunto distinto.
***
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