“Tenía los
ojos cerrados y la cara lívida. Todo su ser estaba experimentando una
transformación monstruosa. Crecía visiblemente y su cabeza adquiría enormes
dimensiones. Se le hincharon las mejillas y una máscara infernal se dibujo
sobre su faz.
—¡Las manos!
—chilló Charley Niggins—. ¡Miren sus manos!
Se habían
vuelto gigantescas, como una espantosa tripa dilatada hasta límites
desmesurados.
—¡Baal!
—exclamó Harry Dickson, paralizado por el horror.
De repente,
el monstruo vaciló, se replegó sobre sí mismo, se deshinchó y cayó pesadamente
al suelo”.
Jean Ray, La calle de la cabeza perdida
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