Hubo un tiempo en que, para escribir pastiches de Sherlock Holmes (y
cuando digo “pastiches”, no estoy diciendo “parodias”; por una vez voy a
especificarlo), había que leerse el Canon de Sherlock Holmes. De hecho, lo
habitual era “trabajarse” el Canon: tomar notas sobre las contradicciones
internas de Watson/Doyle; intentar establecer una cronología más o menos
coherente (misión imposible, amigos); fijarse en las expresiones que utilizan
los personajes a lo largo de las cuatro novelas y cincuenta y seis relatos; ser
consciente de que mucha de la mitología de Baker Street era apócrifa (nunca
hubo deerstalker ni “Elemental, mi
querido Watson”)…
Esto sucedía, por ejemplo, en diciembre de 1920, cuando Vincent Starrett
publicó “The Unique Hamlet”. De hecho seguía sucediendo muchos años después, en
1974, cuando Nicholas Meyer dio a luz un fenómeno editorial titulado The Seven-Per-Cent Solution. Ni siquiera
la aparición en 1962 de Sherlock Holmes
de Baker Street, un pastiche biográfico escrito por William S.
Baring-Gould, hizo que las cosas cambiaran de forma inmediata… ni por el hecho
de que, en sus apéndices, el trabajo de Baring-Gould contenía una creativa (y
tan aceptable como cualquier otra) cronología del Canon Sherlockiano, que se ha
convertido en la más difundida de las muchas cronologías.
La aparición de la novela de Meyer dio lugar a un boom pastichero, y las
novelas sherlockianas se multiplicaron. La mayoría de los autores hicieron los
deberes, otros muchos se conformaron con reflejar a un personaje que se
distanciaba demasiado del Holmes canónico. (Entre 1908 y 1911, los pastiches
alemanes que en España se titularon “Memorias íntimas del Rey de los
Detectives”, deformaron al personaje hasta el punto de convertirlo en una
caricatura irreconocible. Por comparación, el boom de la década de 1970 y 1980
fue la crema de la fidelidad al Canon).
Hoy día, vivimos a nivel internacional un nuevo boom de pastiches
holmesianos. Pero al contrario que por aquel entonces, la mayoría de ellos no se
quedan abandonados en un cajón, junto a un buen puñado de cartas de rechazo de
editores, sino que acaban viendo la luz. De hecho, se ha llegado a la
conclusión de que Sherlock Holmes es un negocio lucrativo —y si no es así, ¿por
qué el Arthur Conan Doyle Estate sigue peleando por los derechos caducados del
personaje, eh?—, y muchos, ¡muchísimos! autores abordan con gran ilusión (con
gran ilusión de forrarse) la redacción de un nuevo pastiche holmesiano por su
amor incondicional e imperecedero hacia el Maestro de Baker Street… exactamente
igual que el ACDE, cuyos componentes también aman a Holmes (y a las rentas que
podría procurarles si las leyes de propiedad intelectual fueran un poquitín más
laxas) por encima de todas las cosas.
En los viejos tiempos, en la época de Starrett y más tarde en la de
Meyer, existía una legión de exigentes connoisseurs
sherlockianos sin pelos en la lengua que no tardaban gritar a quien quisiera
escucharlos (normalmente, otros sherlockianos) los muchos defectos de Sherlock Holmes’ Last Case de Robert
D’Artagnan o de The Last Sherlock Holmes
Story de Michael Dibdin (y no, no se trata del mismo pastiche en absoluto).
En aquella dichosa edad, se explicaba en interesantísimos artículos por qué
Watson no podía hablar como si hubiera salido de las páginas de Red Harvest de Hammett (porque, amigos,
¡Watson es inglés!). Se subrayaba que Holmes consumía cocaína, y no heroína. Se
indicaba por activa y por pasiva que tal o cual idea no era canónica, sino que
procedía del Baring-Gould (aunque en realidad, las ideas de Baring-Gould
procedían de las más diversas fuentes: ensayos, pastiches, etc…) Se criticaba
duramente a los herejes revisionistas (Meyer recibió más de una paliza verbal,
por ejemplo), pero sobre todo, se defenestraba sin compasión a los que
acometían pastiches sherlockianos sin haber hecho los deberes. Se les señalaba
con el dedo y se les ponía en ridículo.
Hoy día, el Baring-Gould es el sustituto natural del Canon, entre otras
cosas porque su cronología se puede consultar online sin salir de casa y porque
en la ficha de Wikipedia en español, se siguen dando por buenos los datos de Sherlock Holmes de Baker Street, aunque
sean apócrifos. Las referencias baring-gouldianas que en otro tiempo se
incluían en los pastiches, quizá como guiño al trabajo de un gran sherlockiano
fallecido prematuramente y como signo de respeto a su ingente aportación a la
mitología de Baker Street, hoy se han convertido en El Otro Canon, que no se discute ni se cuestiona. (Es decir: ¿a
quién le importa que en el Canon no se mencione la fecha de nacimiento de
Holmes; que nunca se diga el nombre de sus padres; que sólo haya DOS hermanos
Holmes; que Watson sólo contrajera DOS matrimonios canónicos…? A fin de
cuentas, ¿el Canon no es ficción? Sí. Pues el Baring-Gould, también. ¿Por qué
no debería pesar más este pastiche que los textos originales? ¡Cualquiera diría
que estamos hablando de las Sagradas Escrituras, por favor…!)
Pero…
Pero en realidad, ya no se trata ni siquiera de escribir pastiches (y lo
que es más importante, de PUBLICAR pastiches) a partir del pastiche de
Baring-Gould. Se trata de decir que Sherlock Holmes (un tipo con una gorra
rara, abrigo de cuadros y pipa) estuvo en todas partes y con todo el mundo. Se
trata de poner el nombre del personaje desdibujado en la portada de un libro.
Se trata de que poco importa si Holmes y Watson se tuteaban o se llamaban de usted.
Se trata de que Lestrade sea un personajillo rijoso que, simplemente, envidia a
Sherlock Holmes, y nada más que eso. Se trata de que Moriarty se enfrentó a
Holmes en mil y una batallas épicas, a cuál más apocalíptica. Se trata de que
la ideología de Holmes, sea la que sea, brille por su ausencia, pues al ser un
personaje de ficción, basta con que lo veamos en dos dimensiones, porque lo que
importa es que resuelva el caso. Se trata de que haya un delito grave (y ya
puestos, preternatural o incluso universal) y no un problema doméstico.
A fin de cuentas, estamos hablando de un personaje de ficción, y como
tal, no tiene derechos ni una personalidad definida que respetar, ¿no? ¿Acaso
hace falta saber quién es James Phillimore para escribir un pastiche
holmesiano? ¿Es necesario recordar al cachorrito de bulldog que Watson tuvo y
que desapareció misteriosamente, para narrar una nueva hazaña de Holmes?
¿Alguien necesita tener en mente un montón de fechas contradictorias y una
legión de nombres británicos absurdos (Pycroft, Lyssander, Huxtable…) para
escribir “Mr. Holmes en el Cantón”?
De hecho, y como he dicho en alguna parte, Sherlock Holmes está libre de
propietarios y por lo tanto nos pertenece a todos… lo que significa, o debería
significar, que ya no le pertenece a nadie. El mismo Conan Doyle le dijo a
William Gillette que podía casarlo o matarlo, ¿qué más da? ¿Por qué no
travestirlo? ¿Por qué no sodomizarlo? ¿Por qué no convertirlo en un enfermo
mental o físico? ¿Por qué no permitir que Moriarty lo torture hasta la muerte?
(Todo esto, por supuesto, se ha hecho en diversos pastiches, ¡cómo no!)
Así que, vamos a saltarnos todo eso de leer el Canon y sorprenderse ante
sus insólitos vericuetos, y mejor vayamos al grano. Hagamos a Holmes un poco
más alto de lo que ya es, y más fuerte, y pongámosle granadas de mano en los
bolsillos interiores de su capa Inverness (granadas de su invención, que son
cosas químicas y Holmes era bueno en química). O mejor, vampiricémoslo. O
hagamos que le muerda una araña radiactiva y expliquemos que, cuando era joven,
su afición a la fotografía le llevó a trabajar para un periódico
sensacionalista (de ahí su afición a los crímenes, ¿eh?, ¡qué bien traído!). O
expliquemos que es el último hijo del planeta Krypton.
Y hagamos todas estas cosas porque sí, porque hay que poner “Sherlock
Holmes” en la portada, en letras grandes, y el resto del título… pues ya se
verá. Lo que salga, ¿no? Si a fin de cuentas, esto no es Canon, ¿no? Ahora, ya
todo vale, y aunque parezca una parodia, resulta que no lo es. Que va en serio.
Porque el nombre “Sherlock Holmes” ya no significa nada. Ya no es un
hombre del siglo XIX mirando hacia el siglo XX. Ya no es sinónimo de
inteligencia. Ya no es ese caballero que te saca las castañas del fuego y que
sabe quién eres, de dónde vienes y adónde te diriges con sólo echarte un
vistazo. Ya no es fumador. Ya no es un símbolo mayor que la vida misma, ni un
ejemplo a seguir, ni un ser humano excepcional y acreedor de numerosos
defectos. Ya no cae bien. Ya da igual.
Probablemente, ya ni siquiera sea una fuente de diversión y
entretenimiento. Cada vez se parece más a una marca comercial, un logotipo
vacío de significado y de contenido: unas líneas, unas sombras de gestalt que
se parecen a cualquier cosa menos a lo que son en realidad, a lo que eran, a lo
que deberían ser.
No hay comentarios:
Publicar un comentario