Escribía mi viejo amigo, el poeta Francisco Bonal, que “no hay poética
sin política”. Eso se puede entender de muchas maneras, pero creo que, en su
sentido más literal, Bonal está en lo cierto: es casi imposible (y pongo el
“casi” para que haya beneficio de la duda) escribir una ficción, por inocente
que sea, y que no contenga algún significado o referencia política; porque la
ficción es humana, y el ser humano es político (incluso declarse “apolítico” es
una postura política, realizada desde la política). Eso sucede
independientemente de la intención del autor, tanto si ha querido plantear una
tesis, un mensaje, una moraleja, o sencillamente ha querido contar una historia
de amor, de humor, de monstruos, de tiros o de unicornios bicéfalos.
Para mí, es un hecho que no hay ficción sin contenido político. Y si no
tiene, pero yo me pongo a buscarlo, garantizo que se lo encuentro.
Ahora bien, tengo mi propia opinión sobre la relación entre poética y
política. Yo sostengo que la política (llámenlo ideología, buenas intenciones,
creencias sociales o lo que prefieran) deber servir a la poética, y no al revés;
que eso es lo preferible, lo bueno, lo sensato; y que la poética (entendida
como “libertad de creación”) está por encima de la política. Por supuesto, esto
es lo que yo practico. (Estoy describiendo un hecho: que yo creo en lo que he
dicho aquí y que así es como trabajo; por supuesto, este hecho es perfectamente
compatible con la realidad de que otros autores piensan de otro modo y trabajan
de una manera distinta. Y lo celebro, porque si no, ¡qué aburrimiento!).
Como todo el mundo, tengo mi propia ideología, que estará mejor o peor
estructurada y adolecerá de defectos y carencias, pero es con la que voy a
comprar el pan, la misma con la que duermo todas las noches y me levanto todas
las mañanas. En ocasiones sufre mutaciones extrañas, puede que aberrantes, y
otras veces me da una visión del mundo tal y como debería ser (y no como es), y
me pone triste o me enfada o me esperanza. Recuerden que, al contrario que mis
personajes de ficción, yo soy humano.
Imagino que, en mayor o menor medida, tengamos o no detrás la más mínima
reflexión política, todos funcionamos así. A lo mejor me equivoco, pero ¿a quién
le importa si me equivoco, cuando vivimos en un mundo en el que nadie cede
jamás un ápice de sus creencias políticas?
Cuando escribo ficción (o “ejerzo la poética”, aunque me quedo con la
primera expresión, por comodidad para mí y para que ustedes me entiendan) no
estoy pensando siempre en política ni en términos políticos. Ni siquiera muchas
veces. A ratos, sí. La mayor parte del tiempo, no, y eso es porque estoy muy
ocupado enterándome de por qué el marciano se ha escondido en una fortaleza
inexpugnable en lugar de presentarse ante los seres humanos sin despertar
sospechas (quizá este sea un mal ejemplo, pues se le puede encontrar
interpretación política… una docena de interpretaciones políticas, por lo
menos); o cómo diablos ha podido el lagarto gila introducirse en casa de Lord
Blackwell y envenenar al señorito Geoffrey; o si Buffalo Bill Cody disparará
contra el robot asesino de Hadesville o no. Ya saben: cosas de escritores.
Lo que no hago ni puedo hacer —así que no me lo planteo— es tener en
mente (de forma consciente) mi ideología mientras estoy dilucidando esas
cuestiones argumentales. De eso, del componente político, ya se encarga mi
subconsciente (y eso, en caso de que Freud tuviera razón, cosa que pongo en
duda).
Podría, eso sí, considerar la posibilidad de utilizar mi ideología —o
acaso una ideología radicalmente opuesta: como autor soy caprichoso y curioso,
y en ocasiones me pregunto cosas sobre cosas en las que no creo o que no tienen
nada que ver conmigo—, para realizar un exposición en forma de historia. De
estas últimas, conozco algunas muy buenas, independientemente de su contenido
político, que han escrito autores más que solventes. Se me ocurre, a bote
pronto, V for Vendetta de Alan Moore
y David Lloyd, que a mí me parece una obra maestra. Sin embargo, he leído
opiniones de lectores que consideran que sí, que está muy bien, pero que el
hecho de que sea un tebeo apologético del anarquismo lo convierte en una
castaña pilonga. (Se puede discutir ad
nauseam si se trata de una apología, una exposición o una crítica;
recordemos que los lectores —pues también soy lector, o puede que sea sobre todo lector— leemos las obras que
nos da la gana y, en muchas ocasiones, comprendemos también lo que nos sale de
las narices).
Es una pena lo de esa crítica, porque el tebeo está muy bien (como tebeo
y como historia); pero entiendo que a, pongamos, alguien ideológicamente
próximo al fascismo (a pesar de los simpáticos y humanísimos fascistas con que
Moore suele regalarnos en sus tebeos), le parezca una obra mala o inútil. O
simplemente, que no le guste.
Puede, incluso, que a ese lector le ofenda V for Vendetta. Y es posible que, al sentirse ofendido —aunque los
autores jamás han oído hablar de ese lector, ni conocen su nombre—, decida que
sería bueno, muy muy muy bueno, que esa obra desapareciera del mapa. Que se
prohibiera su publicación. Que todas las copias ardieran en un preciosa pira de
papel y tinta.
La imagen, por bella, resulta incluso tentadora, ¿verdad? Sobre todo si
el lector (ahora le hablo a usted) sustituye el tebeo de Moore por, pongamos,
el Mein Kampf, o las viejas ediciones
de las aventuras de Los Cinco de Enyd
Blyton, o puede que aquel librito infantil de María Frisa (que tanto revuelo
causó), o las obras completas del marqués de Sade, o ese tebeo de Miguel Ángel
Martín, o algo que a usted le repugne
y violente especialmente.
Una ficción que, a usted, le resulte ofensiva.
Porque no sólo no le gusta: le ofende. Así que, habrá que prohibirlo y hacer
una hermosa fogata. Abra YA un change.org y consiga que muuuuuuuchos lectores
como usted —o puede que menos documentados que usted— se dejen llevar por el
entusiasmo, la alegría y la algarabía del Linchamiento Público.
Porque eso no será censura, sino UN BIEN PÚBLICO. LO CORRECTO.
Bravo. Creo que puede usted intentar hacer todas esas cosas, y creo también
que quizá llegue a llevarlas a cabo, pues acaso consiga llamar la atención de
algún político que logre legislar al respecto. Y cuando su prohibición sea
legal, usted habrá hecho LO CORRECTO, SIN DUDA ALGUNA… Al menos, desde su
perspectiva.
Ahora bien: lo que no podrá usted decir, sea cual sea su ideología, es
que su método NO ES FASCISTA; que su mensaje final no es QUE HAY OBRAS QUE MERECEN
CENSURA; y sobre todo, que la libertad de creación NO TIENE LÍMITES. Si cree
que me equivoco, le diré que sus consideraciones políticas o morales pueden ser
más o menos bienintencionadas, pero su forma de actuar es altamente reprobable
y atenta contra las libertades ajenas y derechos fundamentales.
Le diré que, si por un casual considera que es usted de izquierdas, pues
no: es usted fascista, o al menos, sus métodos, su discurso y su posterior
curso de acción, lo son.
No puede usted esgrimir NADA contra una ficción, más allá del bueno y
viejo “NO ME GUSTA”. El puntilloso, intolerante, pueril y en demasiadas
ocasiones estúpido e ignorante “ME OFENDE”, haga el favor de reservarlo para
cuando se dirijan a usted con su nombre y apellidos, como estoy haciendo yo
ahora mismo.
***
Perdón por la (necesaria) digresión. Pero todo esto me lleva de vuelta al
tema de la Poética y la Política, y a la consideración de algunos autores
—consideración que yo no comparto las 24 horas del día; ni siquiera cinco
minutos al mes— de que la primera sirva a la segunda.
Esa postura me parece estupenda para cualquiera que no sea servidor de
usted. No seré yo quien se la reproche: sírvase de adoctrinar por medio de
ficciones didácticas; se conservan ejemplos de muchas épocas y países distintos
donde este tipo de obras eran ley. Quizá sean de su agrado y encuentre algún
modelo que se ajuste a sus necesidades; difunda la palabra.
No obstante, si la persona (autor o lector) que ostenta dicha postura
pretende, con su discurso, obligarme a mí a actuar de idéntica manera, y según
sus propuestas morales, sociales y éticas, le respoderé como merece: que no
seré yo quien vaya a plegarme a semejante imposición, y que hará muy bien
continuando con su trabajo autoral, sus discursos disfrazados de ficciones y
sus apologías predicadas a conversos, y a mí, por favor, que me deje en paz. Primero,
que me deje en paz como autor, porque no voy a permitir la más mínima
injerencia en mi trabajo; y en segundo lugar, como lector, porque —como creo
que ya he dicho más arriba— leo única, estricta y exclusivamente lo que me da
la real gana. Mis criterios al respecto son muy claros: leo lo que me gusta y
lo que me apetece, y no miro en los pantalones de los creadores ni me pregunto en
ningún momento el color de sus sábanas o la forma de los azulejos de su cuarto
de baño. Porque los autores son un medio para que la historia llegue a mí, y
sí, son imprescindibles. Pero sus quehaceres habituales, sus vivencias, sus
creencias, sus tendencias, sus orientaciones, para mí tienen el mismo
significado, importancia o valor que su nombre propio, esto es: cero.
Usted es muy libre de pensar que, como no me muestro de acuerdo con sus
tesis —que pueden ser peticiones, y a veces se aparecen como exigencias porque
usted más que autor, se cree autoridad; no me diga que no, que lo he visto con
estos ojos que se han de comer los gusanos—, yo soy insolidario, un bellaco, un
malvado sin empatía (qué bella palabra esta última, tan unidireccional en los
últimos tiempos). Y por supuesto, me habré convertido en un ENEMIGO, esto es,
alguien del OTRO BANDO.
Bien, en ese caso, puede marcharse a algún lugar donde le dé la sombra para
preocuparse sobre mis villanescas maquinaciones. Elabore su lista negra con
total tranquilidad y luego muéstresela a las personas que comparten sus mismas
ideas, y refocílese pensando en la venganza, o muestre su superioridad moral
haciendo chistes fáciles. Mientras tanto, yo seguiré intentando dilucidar el
asuntillo del lagarto gila, el del marciano o el de Buffalo Bill y el robot
asesino; estoy muy ocupado y ¿sabe?, yo vivo de esto. Es mi trabajo, no una
herramienta política. Y aunque en mis historias haya lagartos gilas, marcianos
o Buffalo Bill, me las tomo tan en serio (en realidad, mucho más, creo yo) como usted sus ideas y reivindicaciones (que ayer, por cierto, eran distintas de las
de hoy, porque esas ideas a las que usted se aferra son mutables; ¿o me
equivoco?).
***
Se me ocurre mucho más que añadir, pero ya he perdido yo —y le he hecho perder
a usted— tiempo suficiente. Sólo diré que, actualmente, he detectado cómo
muchas personas han confundido al “enemigo de su causa” con individuos que ya
apoyaban abiertamente dicha causa; que el clásico “si no estás conmigo, estás
contra mí” es un silogismo falso que puede convertirse en la también
tradicional “profecía que se cumple a sí misma”, tan querida por los narradores.
Y también, que plantear debates en términos de si “se debe o no” hacer tal o
cual cosa es una idea pésima; yo abogo por los debates con el planteamiento
“por qué es necesario o no” hacer tal o cual cosa. La diferencia entre ambos es
sutil (es la diferencia entre “querer imponer” y “querer argumentar”), pero no
tan sutil como una pedrada en la sien, que es como suelen terminar los debates
sobre si “se debe o no”. (Creo que esto último sale en la Biblia, pero no me
hagan caso; yo soy más de Richard Laymon y de Juan Perucho y de Philip José
Farmer).
Y si no está de acuerdo conmigo, diga “no estoy de acuerdo”. O diga “no
me gusta”.
Pero no me diga “me ofende”. Porque ni era mi intención, ni tampoco va a
colar.
Y ahora, con permiso, regreso adonde debería estar, a mi lugar natural y
que, creo, es el que merezco: con los marcianos, con el viejo Buffalo Bill y
con el lagarto gila.
Alberto López Aroca
Madrid, 9 de junio de 2017