lunes, 16 de octubre de 2023

Las manos cortadas (87th Precinct nº11), de Ed McBain

 


1 de octubre de 2023

Give the Boys a Great Big Hand (1960) no tiene más versión en español que la realizada por René Cárdenas para la mexicana Editorial Diana. Se tituló Las manos cortadas, y apareció en el número 228 de la colección Caimán (1962), de manera que aquí tenemos un buen puñado de problemillas: el tamaño de la tipografía, los muchos modismos mexicanos (una stripper es una desnudista, lo cual no está tan mal), y la dificultad para encontrar ejemplares en España. Vamos: que se le quitan a uno las ganas de acompañar a los toros (los agentes) de las Demarcación 87, como se llamaba la serie en México.

Ni siquiera he encontrado una versión virtual de la portada de esta novela de bolsillo, así que la foto que utilizo es de mi edición, procedente de un volumen bella y caseramente encuadernado (eso sí), que contiene tres novelas de la serie en edición de Caimán. Menos mal que conservaron las portadas.


 

Las manos cortadas es el relato procedimental de una investigación frustrante como pocas, y que cada vez va adquiriendo tintes más dramáticos hasta desembocar en una tragedia digna del más retorcido y despiadado Ross MacDonald. De hecho, la solución al misterio, al caso policial, tiene tintes góticos, incluso de Grand Guignol.

Pero qué demonios estoy haciendo aquí, hablando del final de la novela. La historia comienza con el inepto policía de a pie Genero sufriendo la lluvia y el frío de un día de marzo, temprano, por la mañana. Y Genero, que le ha sacado con burdas artimañas y lisonjas un buen par de vasos de vino de Pascua a un sastre del barrio, hace lo que siempre hace: ser inepto. Ve a alguien, no sabe si hombre o mujer, aunque va ataviado de negro, con un impermeable del mismo color, el mismo que su paraguas, y ese alguien se sube al autobús de línea, pero bajo la parada se deja olvidado un maletín de las Aerolíneas Circular. Y Genero, que es inepto pero policía y, por tanto, buen samaritano, coge el maletín y grita al autobús, pero nadie lo escucha, nadie lo oye. Y cuando abre el maletín, sufre un susto y ganas de vomitar el vino de Pascua, y corre a la central para dejar el maletín en manos de los detectives de la 87.

Y a lo largo de estas doscientas páginas, o poco menos, vamos a ver cuán difícil es identificar un cadáver del que sólo tenemos una parte pequeña pero significativa. El detective Steve Carella le gritará a Teddy, su esposa sorda y muda, que qué diablos harían los polis de las series de televisión con una mano seccionada limpiamente, a la que se le han cortado las huellas dactilares. Y veremos a los viejos, veteranos agentes que se encargan del poco agradecido Departamento de Personas Desaparecidas. Y veremos al detective Bert Kling pasar un fin de semana escandalosamente placentero (o más bien, lo intuiremos, porque hay que respetar la intimidad de los agentes). Y un marinero desaparecido. Y una gloriosa desnudista desaparecida. Y un joven delincuente desaparecido. Y la frustración de ver cómo las reglas, los informes forenses, las pistas, las entrevistas, las visitas, los interrogatorios, el procedimiento, no llevan a ninguna parte. Y sólo un milagro podría hacer que un caso que lleva camino de estar muerto y enterrado antes de empezar la investigación, llegue a una solución.

Otra cosa es que esa solución sea satisfactoria para alguien. Ni para culpables, ni para los agentes de la ley.

Un poco, repito, como en una novela de Ross MacDonald.

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