martes, 15 de diciembre de 2015

El humo de Sherlock Holmes


Hubo un tiempo en que, para escribir pastiches de Sherlock Holmes (y cuando digo “pastiches”, no estoy diciendo “parodias”; por una vez voy a especificarlo), había que leerse el Canon de Sherlock Holmes. De hecho, lo habitual era “trabajarse” el Canon: tomar notas sobre las contradicciones internas de Watson/Doyle; intentar establecer una cronología más o menos coherente (misión imposible, amigos); fijarse en las expresiones que utilizan los personajes a lo largo de las cuatro novelas y cincuenta y seis relatos; ser consciente de que mucha de la mitología de Baker Street era apócrifa (nunca hubo deerstalker ni “Elemental, mi querido Watson”)…

Esto sucedía, por ejemplo, en diciembre de 1920, cuando Vincent Starrett publicó “The Unique Hamlet”. De hecho seguía sucediendo muchos años después, en 1974, cuando Nicholas Meyer dio a luz un fenómeno editorial titulado The Seven-Per-Cent Solution. Ni siquiera la aparición en 1962 de Sherlock Holmes de Baker Street, un pastiche biográfico escrito por William S. Baring-Gould, hizo que las cosas cambiaran de forma inmediata… ni por el hecho de que, en sus apéndices, el trabajo de Baring-Gould contenía una creativa (y tan aceptable como cualquier otra) cronología del Canon Sherlockiano, que se ha convertido en la más difundida de las muchas cronologías.

La aparición de la novela de Meyer dio lugar a un boom pastichero, y las novelas sherlockianas se multiplicaron. La mayoría de los autores hicieron los deberes, otros muchos se conformaron con reflejar a un personaje que se distanciaba demasiado del Holmes canónico. (Entre 1908 y 1911, los pastiches alemanes que en España se titularon “Memorias íntimas del Rey de los Detectives”, deformaron al personaje hasta el punto de convertirlo en una caricatura irreconocible. Por comparación, el boom de la década de 1970 y 1980 fue la crema de la fidelidad al Canon).

Hoy día, vivimos a nivel internacional un nuevo boom de pastiches holmesianos. Pero al contrario que por aquel entonces, la mayoría de ellos no se quedan abandonados en un cajón, junto a un buen puñado de cartas de rechazo de editores, sino que acaban viendo la luz. De hecho, se ha llegado a la conclusión de que Sherlock Holmes es un negocio lucrativo —y si no es así, ¿por qué el Arthur Conan Doyle Estate sigue peleando por los derechos caducados del personaje, eh?—, y muchos, ¡muchísimos! autores abordan con gran ilusión (con gran ilusión de forrarse) la redacción de un nuevo pastiche holmesiano por su amor incondicional e imperecedero hacia el Maestro de Baker Street… exactamente igual que el ACDE, cuyos componentes también aman a Holmes (y a las rentas que podría procurarles si las leyes de propiedad intelectual fueran un poquitín más laxas) por encima de todas las cosas.

En los viejos tiempos, en la época de Starrett y más tarde en la de Meyer, existía una legión de exigentes connoisseurs sherlockianos sin pelos en la lengua que no tardaban gritar a quien quisiera escucharlos (normalmente, otros sherlockianos) los muchos defectos de Sherlock Holmes’ Last Case de Robert D’Artagnan o de The Last Sherlock Holmes Story de Michael Dibdin (y no, no se trata del mismo pastiche en absoluto). En aquella dichosa edad, se explicaba en interesantísimos artículos por qué Watson no podía hablar como si hubiera salido de las páginas de Red Harvest de Hammett (porque, amigos, ¡Watson es inglés!). Se subrayaba que Holmes consumía cocaína, y no heroína. Se indicaba por activa y por pasiva que tal o cual idea no era canónica, sino que procedía del Baring-Gould (aunque en realidad, las ideas de Baring-Gould procedían de las más diversas fuentes: ensayos, pastiches, etc…) Se criticaba duramente a los herejes revisionistas (Meyer recibió más de una paliza verbal, por ejemplo), pero sobre todo, se defenestraba sin compasión a los que acometían pastiches sherlockianos sin haber hecho los deberes. Se les señalaba con el dedo y se les ponía en ridículo.

Hoy día, el Baring-Gould es el sustituto natural del Canon, entre otras cosas porque su cronología se puede consultar online sin salir de casa y porque en la ficha de Wikipedia en español, se siguen dando por buenos los datos de Sherlock Holmes de Baker Street, aunque sean apócrifos. Las referencias baring-gouldianas que en otro tiempo se incluían en los pastiches, quizá como guiño al trabajo de un gran sherlockiano fallecido prematuramente y como signo de respeto a su ingente aportación a la mitología de Baker Street, hoy se han convertido en El Otro Canon, que no se discute ni se cuestiona. (Es decir: ¿a quién le importa que en el Canon no se mencione la fecha de nacimiento de Holmes; que nunca se diga el nombre de sus padres; que sólo haya DOS hermanos Holmes; que Watson sólo contrajera DOS matrimonios canónicos…? A fin de cuentas, ¿el Canon no es ficción? Sí. Pues el Baring-Gould, también. ¿Por qué no debería pesar más este pastiche que los textos originales? ¡Cualquiera diría que estamos hablando de las Sagradas Escrituras, por favor…!)

Pero…

Pero en realidad, ya no se trata ni siquiera de escribir pastiches (y lo que es más importante, de PUBLICAR pastiches) a partir del pastiche de Baring-Gould. Se trata de decir que Sherlock Holmes (un tipo con una gorra rara, abrigo de cuadros y pipa) estuvo en todas partes y con todo el mundo. Se trata de poner el nombre del personaje desdibujado en la portada de un libro. Se trata de que poco importa si Holmes y Watson se tuteaban o se llamaban de usted. Se trata de que Lestrade sea un personajillo rijoso que, simplemente, envidia a Sherlock Holmes, y nada más que eso. Se trata de que Moriarty se enfrentó a Holmes en mil y una batallas épicas, a cuál más apocalíptica. Se trata de que la ideología de Holmes, sea la que sea, brille por su ausencia, pues al ser un personaje de ficción, basta con que lo veamos en dos dimensiones, porque lo que importa es que resuelva el caso. Se trata de que haya un delito grave (y ya puestos, preternatural o incluso universal) y no un problema doméstico.

A fin de cuentas, estamos hablando de un personaje de ficción, y como tal, no tiene derechos ni una personalidad definida que respetar, ¿no? ¿Acaso hace falta saber quién es James Phillimore para escribir un pastiche holmesiano? ¿Es necesario recordar al cachorrito de bulldog que Watson tuvo y que desapareció misteriosamente, para narrar una nueva hazaña de Holmes? ¿Alguien necesita tener en mente un montón de fechas contradictorias y una legión de nombres británicos absurdos (Pycroft, Lyssander, Huxtable…) para escribir “Mr. Holmes en el Cantón”?

De hecho, y como he dicho en alguna parte, Sherlock Holmes está libre de propietarios y por lo tanto nos pertenece a todos… lo que significa, o debería significar, que ya no le pertenece a nadie. El mismo Conan Doyle le dijo a William Gillette que podía casarlo o matarlo, ¿qué más da? ¿Por qué no travestirlo? ¿Por qué no sodomizarlo? ¿Por qué no convertirlo en un enfermo mental o físico? ¿Por qué no permitir que Moriarty lo torture hasta la muerte? (Todo esto, por supuesto, se ha hecho en diversos pastiches, ¡cómo no!)

Así que, vamos a saltarnos todo eso de leer el Canon y sorprenderse ante sus insólitos vericuetos, y mejor vayamos al grano. Hagamos a Holmes un poco más alto de lo que ya es, y más fuerte, y pongámosle granadas de mano en los bolsillos interiores de su capa Inverness (granadas de su invención, que son cosas químicas y Holmes era bueno en química). O mejor, vampiricémoslo. O hagamos que le muerda una araña radiactiva y expliquemos que, cuando era joven, su afición a la fotografía le llevó a trabajar para un periódico sensacionalista (de ahí su afición a los crímenes, ¿eh?, ¡qué bien traído!). O expliquemos que es el último hijo del planeta Krypton.

Y hagamos todas estas cosas porque sí, porque hay que poner “Sherlock Holmes” en la portada, en letras grandes, y el resto del título… pues ya se verá. Lo que salga, ¿no? Si a fin de cuentas, esto no es Canon, ¿no? Ahora, ya todo vale, y aunque parezca una parodia, resulta que no lo es. Que va en serio.

Porque el nombre “Sherlock Holmes” ya no significa nada. Ya no es un hombre del siglo XIX mirando hacia el siglo XX. Ya no es sinónimo de inteligencia. Ya no es ese caballero que te saca las castañas del fuego y que sabe quién eres, de dónde vienes y adónde te diriges con sólo echarte un vistazo. Ya no es fumador. Ya no es un símbolo mayor que la vida misma, ni un ejemplo a seguir, ni un ser humano excepcional y acreedor de numerosos defectos. Ya no cae bien. Ya da igual.

Probablemente, ya ni siquiera sea una fuente de diversión y entretenimiento. Cada vez se parece más a una marca comercial, un logotipo vacío de significado y de contenido: unas líneas, unas sombras de gestalt que se parecen a cualquier cosa menos a lo que son en realidad, a lo que eran, a lo que deberían ser.

Ya no queda ni el humo de la pipa.